jueves, 16 de junio de 2011

41

Ya sí. Ya es oficial. Desde anoche a las 4:00 a.m me considero oficialmente un cuarentón.

Y también desde anoche dejo la frontera entre los treinta y los cuarenta que me ubicaba en tierra de nadie para ser uno más de los que entran en su época de madurez. (¡JA!)

No, no cumplo 40. Cumplo 41.

¿Y? Pues nada, la verdad. Me siento igual que ayer. Igual que con treintaytantos, aunque diferente, no por ir agotando etapas en años, sino por ir acumulando experiencias, positivas y negativas principalmente, pero enriquecedoras una vez pasadas y una vez sufridas.

No me engaño. No uso la fórmula de muchos que hablan de tener treinta y once (en mi caso). Tengo lo que tengo. Y ahí están, me guste o no. Y la verdad es que ni me gusta ni me deja de gustar. Son y van a ser de todas formas, piense yo lo que piense. Lo sienta yo como lo sienta.

Si soy objetivo, no soy un cuarentón estándar. No me he casado, no tengo pareja, no tengo hijos, tengo un trabajo inestable y de poco futuro y tengo como compañero de viajes un perro al que adoro, pero que cierra un círculo del estereotipo de soledad que todos conocemos.

Y, ¿cómo lo veo desde un punto de vista subjetivo? Pues esto es ya más complejo.

Si pienso en mi infancia, me siento un niñato. Cuando yo era niño y veía a mis padres, a mis tíos con cuarenta años me los quedaba mirando y soñando que yo, con sus edades sería como ellos. Y no ha sido así. Ellos estaban en un pedestal en el que yo no me siento. Ellos tenían sobre sus hombros unas responsabilidades que yo no tengo. Ellos habían cumplido unas etapas y unas expectativas que yo no he cumplido.

¿Y me hace sentirme mejor o peor que ellos? Pues ni mejor ni peor. Son épocas diferentes. Son caminos diferentes. Han sido aciertos y errores diferentes.

Yo he cumplido mis etapas también, ni mejores, ni peores. Distintas. Porque a mi, la vida me ha llevado por otros caminos. Esa es la gran diferencia o, al menos así lo siento.

Y porque a mi, las más grandes enseñanzas me han venido de forma casi siempre traumática, y quizá era esa la mejor forma de que me llegaran después de haber estado muchos años, demasiados años excesivamente protegido por unos padres que de repente se fueron y que me obligó a tomar unas riendas antes desconocidas para mi.

Que ya no soy el de antes ya lo sabía hace unos años. Lo sé desde la última vez que me emborraché y la resaca me duró cuatro días. Lo sé desde que me di cuenta que prefiero disfrutar del día y fui dejando la noche cada vez más de lado. Lo sé desde que me di cuenta que me importaba cada vez menos lo que dijeran de mi. Lo sé desde que me siento cada día con menos vergüenza para decir lo que pienso y me dejo arrastrar menos por lo políticamente correcto. Lo sé desde que empecé a sufrir patologías estúpidas asociadas con la ansiedad y enfermedades inventadas por mi propia cabeza. Lo sé desde que comprobé que me siento capaz de contener mis emociones (odio eso). Lo sé desde que admito que lloro cuando me apetece hacerlo y reivindico el llanto como una estupenda forma de desahogo. Lo sé desde que, no me río, sino que me descojono de mi mismo. Lo sé desde que lo relativizo todo.

Pero sobre todo lo sé desde que aprendí, o la vida me enseñó a aprender a esperar. A no tomarme las cosas a la tremenda. A buscar soluciones, no a esperarlas y, sobre todo a que lo que venga, vendrá. Y cuando venga ya tomaremos las medidas.

Es curioso. Me acabo de dar cuenta de que hace años, no recuerdo cuántos, que no celebro mi cumpleaños con una fiesta y este año lo voy a hacer reuniendo en mi casa a mis hermanas y sus maridos y a mi ex (sí, somos así de modernos). Pero ha sido una casualidad, una excusa más para estar juntos. Porque cumplir años no creo que sea motivo de celebración… ni de no celebración. Lo realmente digno de celebrar es seguir tirando pa’lante y eso es algo que hacemos día a día. Lo que pasa es que es algo tan cotidiano que ya lo hacemos casi sin darnos cuenta. Pero ese es el verdadero triunfo: seguir mirando hacia delante y sin miedo. Alerta, sí, pero sin miedo.

Aún así, por supuesto y, haciendo gala de la exquisita educación recibida por mis progenitores, agradezco de corazón todas las felicitaciones recibidas de parte de toda mi gente. De más lejos o de más cerca, pero mi gente al fin y al cabo.

Porque ese es el gran regalo a mis 41 años: quiero y me quieren.

miércoles, 8 de junio de 2011

Recuerdos de mi infancia.

Hace un par de meses, en una de mis largas charlas a través de Skype con mi amiga Sarita, de la que ya os hablé, recordé una anécdota que viví, aunque no en primera persona, afortunadamente, a mis... calculo... 7 u 8 años.

Por aquel entonces mi familia disfrutaba de un buen nivel económico gracias al trabajo de mi padre en la banca y pasábamos los veranos en Vistahermosa, un gran complejo de edificios y chalés, con su club de golf, de tenis y su club social en el Puerto de Santa María, provincia de la Cádiz de mis orígenes.

Como buen lugar de vacaciones para unos pocos que se lo podían permitir, disfrutábamos de una extensísima playa privada.

Para los que conocéis las playas de Cádiz, sabréis de su gran extensión por lo que os podéis imaginar cómo era tener unas playas de ese tipo privada para los socios del club. Podíamos elegir, no sólo donde ponernos, sino incluso donde edificar un edificio entero si queríamos por la cantidad de playa sobrante.

Para haceros una idea, os contaré que teníamos sitio para los paseantes, los que querían jugar con las palas de tenis y para jugar al fútbol once contra once.

El caso es que dicha playa era privada como os cuento pero "sólo" de lunes a sábado. Los domingos éramos tan "solidarios" que permitíamos la entrada al resto de la "plebe" de las localidades próximas. Eso quería decir que los domingos la playa estaba atestada de gente y los socios aprovechabamos para ir a comer y a bañarnos en las piscinas del club.

Pues bien, uno de esos domingos en los que la playa estaba a reventar de gente unos vecinos míos recibieron la visita de un familiar (abuelo, creo recordar) de Canarias.

La cuestión es que este buen señor comió con su familia en el apartamento y tras el almuerzo decidió bajar a darse un baño, ocurriendo la desgracia de que sufriera un corte de digestión (esa es la versión oficiosa, porque para mi que fue un infarto) y el pobre murió en la misma playa.

Imaginaos el papelón. La playa llena de domingueros con sus sombrillas, sus mesas para comer, sus hamacas, sus botellas de cerveza y refrescos, la sandía enfriándose en la orilla del mar y este hombre fiambre en la orilla.

Pasaron las horas y el pobre muerto aún seguía ahí. Tapado, por supuesto, pero en la orillita del mar. Así que decidieron, por el bien de la imagen de la playa subirlo hasta la parte más alta. Eso sí, aún rodeado de gente, familias de varias generaciones: Hijos, primos, tíos, padres, abuelos y abuelas que bajo sus parasoles se atiborraban de la comida preparada para tal ocasión mientras iban comentando la jugada del pobre hombre todavía de cuerpo presente...y tan presente...

Mi padre, con los años me contaba que yo estaba estupefacto. Que desde los jardines de nuestro apartamento les hacía gestos a mis padres que estaban en el balcón sorprendido de que ese señor estuviese tantísimas horas allí tapado, con el calorazo que hacía mientras el resto de la gente disfrutaba de su día de playa como si tal cosa.

El caso es que pasaron las horas, la tarde entera, y las familias poco a poco fueron recogiendo sus cosas para volver a sus casas y emprender una nueva semana de trabajo tras un extraño día de playa...y el muerto seguía ahí...

Es más, es que es tradición en las costas de Cádiz celebrar carreras de caballos durante el atardecer (espectáculares atardeceres) en la playa durante el mes de agosto, y éstas son muy seguidas por un buen número de público que deciden terminar su día paseando por la orilla.

Pues se celebraron las carreras...y el muerto seguía ahí...

No recuerdo qué hora sería, pero sí sé que bastante tarde porque ya estaba anocheciendo, cuando por fin llegó un coche de la Guardia Civil acompañado por otro coche en el que imagino que iría el juez encargado de levantar el cadáver.

Y por fin se lo llevaron. El pobre muerto, bien muerto y cocido, porque tras más de 6 horas bajo unas mantas en pleno mes de agosto iría, cuanto menos, calentito.

Spain is different.