Carmelo deja pasar las horas y los días sentado en una
esquina entre la Plaza de la Constitución y calle Granada Y en su regazo, Nika,
su perrita, que permanece tumbada en sus rodillas, bien cubierta por una
mantita y el abrigo de Carmelo para que no pase frío, viendo pasar cantidades
ingentes de personas, la mayoría con prisas y algunos con la calma del turista
que con su mirada desglosa cada rincón de una ciudad muchas veces desconocida
por el propio malagueño acostumbrado a no ver más allá de lo que ve a diario.
Y allí permanecen los dos, Carmelo siempre educado y
encantador con las muchas personas que se paran a hablar con él, y Nika en su
calma hasta que aparece una paloma, que la activa, sube sus pequeñas orejas y
se pone en posición de alerta.
He pasado por su lado muchísimas veces, cientos de veces, y
siempre me ha llamado la atención su presencia que asoma un pasado interesante.
Porque Carmelo no es un indigente. Al menos no es lo que los que hemos tenido
más suerte creemos que es un indigente. En su gesto no se observa pasado de
alcoholemia, ni de vicio alguno. Por eso siempre quise hablar con él, porque
siempre me pareció que su historia sería interesante de conocer.
Pero nunca me atreví porque me daba miedo incomodar y,
porque supongo que no seré el primero ni el último en preguntarle qué pasó en
su vida. Hasta que un día, con la excusa de acariciar a Nika, me atreví a
acercarme y confirmé lo que imaginaba. Hablé con él unos minutos y en su
capacidad de expresión y la forma de dirigirse a mi corroboré que Carmelo
guardaba dentro de sí experiencias dignas de ser conocidas.
Me hablaba apasionadamente de gobiernos, de actitudes de las
personas, de la gestión de los sentimientos, porque sin conocerme de nada observó tristeza en mi expresión. Y no se equivocaba… Y por ello, comenzó a hablarme
del hipotálamo. De las reacciones químicas que, desde ese pequeño espacio de
nuestro cuerpo se producían y nos hace sentirnos como nos sentimos. Y me
animaba a realizar actividades de distracción aconsejándome que siempre las acompañara
de música para así generar endorfinas que me cambiaran mi estado de ánimo. Y, sin
saber quién era yo, se preocupó por mi.
Me contó su historia. Una historia que, más tarde, una mujer
que pasaba por allí y que lo conoce de hace unos años me confirmó que era
cierta. Una historia de amor, ya que su situación actual se debe a una terrible
enfermedad que sufrió su mujer y que él trató de combatir vendiendo
todas sus pertenencias y dedicándose en exclusiva a ella. Aunque sin éxito porque,
a pesar de su lucha, a pesar de gastarse todo su patrimonio en el tratamiento
en los mejores centros que se podía permitir, su mujer murió y el quedó en la
absoluta ruina y con una edad en la que el sistema capitalista que nos rige te
desahucia como persona válida para trabajar y en la que los supuestos “amigos”
te dan la espalda porque parece ser que ya dejas de ser productivo.
A pesar de toda esa terrible experiencia, Carmelo te habla
con una serenidad que no llegas a comprender porque piensas que tú, en su misma
situación estarías sumido en una profunda depresión y roído por la rabia en cada
uno de los extremos de tu cuerpo. Sin embargo, él no. El tiene la serenidad de
haber hecho todo y más de lo que podía. Vive con la serenidad de experimentar
en primera persona el escaso valor de lo material, que en cualquier momento
desaparece y de ser honesto consigo mismo, valor que no es tan fácil de
conseguir.
Y ahora estoy preocupado. Estoy preocupado por dos motivos:
el primero es que Carmelo vive de la caridad de los que por allí pasan a
diario, y con el estado de alerta en el que nos encontramos, no podrá salir de
su albergue, ni podrá recibir esa caridad que le hacía vivir el día a día.
Y, en segundo lugar, Carmelo sufre de silicosis, una
enfermedad respiratoria crónica, y con su edad y el estado en el que vive, tengo
miedo de no volver a verlo de nuevo sentado en su esquina cuando todo este momento
tan extraño que estamos viviendo termine.
Así que, lo primero que haré cuando tengamos libertad de
movimiento de nuevo será ir a esa esquina a verlo de nuevo. A verlo en su sitio
de siempre, sentado, charlando con todo el que se le acerca y con su perrita
Nika en su regazo, tranquila hasta que la presencia de una paloma cercana la
alerte.